La cerveza en los recién estrenados EE.UU.

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La cerveza en los recién estrenados EE.UU.

En un día de julio de 1788, apenas tres años después terminar la revolución estadounidense, un atónito Hortensius publicaba en el Packet and Daily Advertiser de Philadelphia que, entre 1785 y 1787, los recién estrenados Estados Unidos habían gastado doce millones de dólares en la compra de bebidas espirituosas de las islas del Caribe (aún llamadas en inglés las Indias occidentales: “West Indies”).

El tal Hortensius era el pseudónimo que George Hay, yerno de James Madison—uno de los padres fundadores—empleaba para firmar su artículo, en el que argumentaba que la experiencia de muchos granjeros ya había probado cómo dichas bebidas eran innecesarias para los cosechadores y otros trabajadores. Según George Hay, los trabajadores gozaban de mejor salud cuando bebían cerveza, sidra, melaza o agua. El consumo de bebidas blancas, como el ron jamaicano o el whiskey, preocupaba sobre todo por la ebriedad y, con ella, por la falta de control que provocaba.

Algunos agricultores de Maryland, Delaware y Nueva Inglaterra coincidían en que la cerveza de calidad o una ale eran lo mejor para los cosechadores porque les permitía recuperarse de la fatiga y seguir trabajando y su preocupación era compartida por algunas voces prominentes de Quakers principales. Hoy, gracias a sus quejas y consejos, sabemos que durante los años posteriores a la independencia, las bebidas espirituosas prevalecían sobre la cerveza.

En 1789, la Corte General de Massachussets aprobó un acta para promover la elaboración de cerveza con el fin de cuidar la salud de los ciudadanos y frenar los efectos perniciosos de las bebidas espirituosas. Además, claro está, con la intención de impulsar la industria estadounidense, aunque este argumento no se mencionara de modo explícito. Algunas voces se alzaron animando a la creación de cervecerías caseras, dando instrucciones sobre cómo hacerlo (las dimensiones, la orientación, las estimaciones económicas) si bien, como afirma Wade Baron, no suponían ningún avance con respecto a las indicaciones que se daban cuarenta años antes sobre el equipo para construir una fábrica de cerveza.

Alrededor de 1787, la cuestión principal era dónde conseguir la malta porque, aunque se procesaba en algunas malterías de las ciudades principales, a pesar de las recomendaciones para comprarla, no había suficiente cantidad para los elaboradores de cerveza. En las ciudades se podía comprar a malteadores, cuando no malteaban la cerveza los propios cerveceros, pero, aparte de en centros urbanos, no era fácil conseguirla. Un comerciante de Massachussets podía comprar alguna que otra vez una fanega (a bushel) de malta por seis chelines de alguna granja  vecina (un bushel correspondía a 2150.42 centímetros cúbicos o 35,239 litros), pero se importaba poco. Entre 1789 y 1791, unas 5000 fanegas de malta llegaron a los puertos de Virginia desde Inglaterra y Portugal, a pesar de las críticas de aquellos que trataban de promover la industria doméstica. Lo mismo sucedía con el lúpulo: su cultivo, aunque favorable en territorio estadounidense, no se había sistematizado y no había demasiado abastecimiento.

La industria cervecera necesitaba de respaldo institucional para desarrollarse y, de hecho, estaba al caer: en el informe sobre el estado de las productoras del país, el primer Secretario del Tesoro, Alexander Hamilton, mencionaba, de entre los productores que más habían progresado, a aquellos relacionados con utensilios para destiladores, refinadores de azúcar y cerveceros. Hamilton reconocía las limitaciones de la industria estadounidense, que por entonces aún no estaba a la altura de todas las bebidas importadas. En su informe, animaba a que toda la producción de licores y cerveza fuera nacional, compitiendo de modo interno para mejorar y favorecer el progreso del país. Esta actitud se vio apoyada por una política proteccionista del producto nacional: en 1786 se incrementó el precio de las importaciones de toda la “ale, cerveza, porter u otro licor de malta” hasta 8 dólares por galón, subiéndolo un dólar más al año siguiente. Las medidas dieron su fruto, puesto que sabemos por algunos testimonios que en 1794 las cerveceras ya estaban proliferando, si bien no hay cifras oficiales hasta 1810.

En ese mismo año de 1810 había ya en los Estados Unidos 132 cerveceras para una población de poco más de siete millones de personas: cuarenta y ocho fábricas en Pennsylvania, cuarenta y dos en Nueva York y trece en Ohio. Entre todas producían 185.000 barriles de cerveza, una cantidad mínima si la comparamos con los 235.100 barriles que una sola cervecera de Londres había elaborado durante ese mismo año. Aún así, la industria se valoraba en 955.791$ y estaba creciendo. Siguió haciéndolo unos cuantos años más, si bien en 1819 se estancó y empezó a decaer rápidamente, en favor del whiskey.

Entonces era imposible predecirlo, pero la crisis de la industria cervecera duraría pocos años. Sería con la llegada de la lager alemana y el éxito del motor de vapor que la cerveza triunfaría como bebida nacional en los EE.UU. a mediados del siglo XIX.

(Para más información, podéis leer el capítulo 14 del libro de Stanley Wade Baron, Brewed in America: A History of Beer and Ale in the United States, Boston: Little, Brown and Company, 1962, pp. 118-124).

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