A todos nos resulta familiar la imagen de un grupo amplio de gente practicando ejercicio al alimón, al aire libre o en gimnasios. Los beneficios que tiene la práctica regular del deporte se han popularizado con las redes sociales hasta tal punto que, hoy en día, no hacer ejercicio requiere de un pensamiento iconoclasta, cuando no de cierta rebeldía ante la doctrina imperante. Como mínimo, todos somos, antes o después, espectadores de algún deporte, pero ni el iconoclasta ni el rebelde se libran de verlo, en persona o en pantalla. Está por todas partes: mejora la salud, alarga la vida, nos hace más felices y, además, está de moda. Por si no fuera suficiente, es tema de conversación frecuente en charlas amistosas, reuniones familiares y medios de comunicación y, con la diferencia del deporte en cuestión, forma parte de los denominadores culturales de todas las sociedades.
El ejercicio y el deporte han estado ahí desde que el ser humano camina sobre dos piernas. En la Atenas del siglo V a. C. el ejercicio físico perseguía perfeccionar el cuerpo para mejorar a los ciudadanos y, con ellos, la sociedad griega. El mismo propósito perseguían, ya en la edad moderna, algunos sistemas políticos con el fin alcanzar el famoso progreso y, todavía hoy, vemos cómo el ejercicio se integra en el currículo escolar de múltiples países de oriente y occidente por las ventajas que ofrece para la formación del futuro adulto, hombre y mujer.
Los deportes son rituales antiquísimos originados, sobre todo, entre padres e hijos, como parte de sistemas de formación militares, de preparación para la guerra. En el pasado había que entrenar al joven para luchar, porque el combate físico era una necesidad vital y social. Por eficiencia en el modo de aprendizaje, el entrenamiento militar se repetía una y otra vez, regulándose y estableciéndose progresivamente y, por tanto, ritualizándose. Así, la práctica del ejercicio iría, con el paso del tiempo, creando un código cultural complejo que lo sustentaría y definiría en esencia: un lugar y un tiempo determinados, unos movimientos acordados por el grupo que lo practica, un lenguaje común, una celebración y una simbología particulares a ese grupo. Iría adoptando las características de una ceremonia que se repite una y otra vez, y así, por definición, la preparación física, que cumplía una función principal dentro de la sociedad, se iría convirtiendo en rito, uno fundamentado en el desarrollo físico, pero acompañado también de ceremonias, de tradiciones culturales y de una dosis de sacralidad que inmortalizaría la literatura. Por ejemplo, los Juegos Olímpicos antiguos, que no solo se celebraban en Olimpia, eran considerados ceremonias religiosas y los peregrinos que viajaban a sus lugares de celebración como espectadores estaban protegidos socialmente y considerados inviolables.
En las sociedades modernas, donde las guerras ya no se combaten cuerpo a cuerpo, el deporte es una recreación de aquellos ejercicios militares antes necesarios; es una forma civilizada de imitar la guerra, con sus ceremonias, su entrenamiento físico y sus tradiciones culturales. Es un modo también de canalizar y contener las tensiones sociales que emergerían si no se utilizaran principios de control social como la competición, la persecución del éxito público, la maximización del rendimiento y la regularización, en definitiva, de nuestras vidas diarias. El deporte hoy en día ayuda a naturalizar civilizadamente nuestros instintos más primarios, participando del orden social.
Pero los deportes, además, materializan una sacralidad ancestral que se ha ritualizado, incorporándose en la cultura popular. Ese valor sagrado procede de la relación remota y profunda que existe entre el deporte y la religión, que recogerá la literatura y, más concretamente, la épica. El género épico mitifica al héroe militar: un poema en verso rimado, fácil de memorizar para los juglares, que relata las hazañas y proezas de un personaje semidivino promotor del avance político de la nación. Hoy en día, cuando triunfan las series documentales sobre líderes deportivos que alternan entre el papel de mártir y el de salvador de la nación, el cantar de gesta suena pasado de moda, pero a ver quién supera este ejemplo, por mencionar uno. En la Chanson de Roland (s. XI), los francos inmortalizaron la figura del caballero Roland, uno de los líderes del ejército de Carlomagno, al que las tropas vasconas mataron después de hacerles una emboscada en la conocida batalla de Roncesvalles, cuando los francos entraron en la península ibérica para invadirla. Es uno de los cantares de gesta principales que existen y el texto fundacional de la literatura francesa. Para que me entiendan todos: pongamos que es el siglo VIII y vas a invadir la península ibérica con tu famoso ejército de Carlomagno y, al cruzar los Pirineos, los vascones te hacen una emboscada, matan al jefe Roland entre otros muchos soldados y se forma tal panorama que te vuelves por donde viniste. Lejos de acobardarte, al llegar a casa (ahora siglo XI) decides coger la pluma y contar lo que ha sucedido, en verso rimado, inmortalizando la batalla de Roncesvalles (que has perdido), la figura de tu jefe (el responsable de la derrota) y haciendo que todo lo sucedido se vuelva legendario, fundando además la literatura de toda una nación, la tuya. Voilà. Hoy en día, la sacralidad del héroe, o sea, lo que tiene de legendario el líder militar se ha trasladado por completo del terreno divino al del nacionalismo, pero siempre se ubica dentro del imaginario cultural propio de cada sociedad, que se expresa siempre a través de la literatura.
Cuando observamos a un grupo de deportistas en juego, estamos contemplando en sus movimientos parte de los enigmas imperecederos que se asocian a nuestra especie. Ahí residen los predicamentos humanos que durante siglos ha interpretado la religión y que todavía contienen esa aura de sacralidad. Cuando los jugadores de cualquier deporte o los participantes de una competición realizan los movimientos preestablecidos que todos esperamos, no solo se ponen en acción los jugadores, también ponen en marcha la posibilidad de triunfo y de fracaso, la debilidad y la fortaleza, el destino, la providencia. El rito retiene en su propia repetición su razón de ser, su propia existencia, y la repetición gestual otorga al espectador una elevación que para algunos supera el rito religioso. De ahí que el deporte se impregne a menudo del lenguaje religioso: la mano de dios de Maradona, el sacrificio de los jugadores de béisbol o del ciclista por el equipo, la travesía del desierto por la que pasa el triatleta o el corredor de fondo. Por eso también en las competiciones hay banderas, himnos, se hacen desfiles, se recibe al líder deportivo como a un jefe de estado y naciones que no mantienen ninguna relación política internacional consiguen participar cordialmente en campeonatos del mundo. La sacralidad que una vez acompañó a la liturgia militar se desvanece ahora en la masividad de la cultura, tornándose espectáculo, entretenimiento, diversión.
Con todo, es la relación profunda que la actividad física mantiene con la mitificación literaria y su sacralidad la que nos proyecta hacia la idea de infinitud innata a todo ser humano. El deporte engancha, pero no solo por razones físicas: la conexión con la inmortalidad también forma parte de nuestra esencia y el deporte es un intento de alcanzarla desde la superación corporal . Las limitaciones espaciotemporales a las que nos obligan nuestros cuerpos son innegables, como lo es que, desde que existe, el ser humano anhela proyectarse más allá de la ley de la existencia y del cambio. Por más o menos conocimientos que tengamos de nuestra propia fisiología e independientemente de nuestras creencias, somos conscientes de la profunda complejidad que supone nuestra existencia. Probablemente nunca lleguemos a comprenderla y, no obstante, lo intentamos, nos probamos, cuestionamos nuestros límites. La conexión con lo trascendente es la que nos atrae hacia el ámbito de lo sagrado y el deporte es otro medio de perpetuarnos. La próxima vez que acudan a una clase en el gimnasio, que salgan en grupo para hacer deporte, que vean un partido, que compitan en alguna disciplina deportiva, recuerden que participan de algo mucho mayor que pura actividad física. Están rememorando los antiguos ejercicios militares, evocando las antiguas ceremonias bélicas, reviviendo a los héroes y heroínas que solo la literatura recuerda; están abriendo un ámbito de posibilidades que trascienden lo físico y que les proyecta en el imaginario universal: el anhelo de lo sagrado. El deporte engancha porque nos acerca a la inmortalidad. Disfruten del viaje.
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